lunes, 2 de julio de 2012

Lejos de Nosotros En La Esquina

Una de esas noches salí de la casa de un amigo, habíamos estado hablando y tomándonos unas copas, pasaba ya la media noche, el frío y la soledad de la calle aumentaba, me subí el cierre de la chaqueta y caminé a paso apresurado para llegar pronto a donde iba. Al subir por una calle y cruzar en la avenida me encontré en la esquina a un perro: pequeño, amarillo, más pequeño de lo que debería ser por la delgadez que hacia que su piel se pegara a sus huesos y resaltara las costillas, no supe su género, sólo pude percibir el frio que podía tener ya que estaba recostado contra una pared sucia y descascarada, tenía los ojos cerrados e intentaba refugiar su cabeza contra su escuálido y escurrido pecho. Lo llamé ‘niño’, en un movimiento torpe, algo cansado, levantó su cabeza y me miró. Nos miramos un segundo, que por todo el dolor que reflejaba la mirada, pareció mucho más. No hice nada más que decirle una palabra y mirarlo, sentirme mal y con vergüenza por los hombres, por nosotros.
Caminé y me di cuenta que me miraba mientras me alejaba, seguía recostado contra la pared intentando calmar un frío poco posible de calmar en su condición o tal vez intentando no desfallecer ni sucumbir hacia lo inevitable. Pocas cuadras más caminé y llegué al apartamento. Me acosté entre almohadas y ropa para evitar el frio y encontrar el sueño. 
Al día siguiente recordé tener algo de comida para perros, me había quedado de una vez que compré para unos habitantes de la calle. Salí a comprar unas cosas del mercado y llevé conmigo el alimento.
Cuando ya regresaba, pasé cerca por donde lo había visto la madrugada anterior, lo vi desde lejos, cerca de la esquina, quieto, tirado, casi inmóvil sin rastro alguno de una respiración, tuve que acercarme y poder confirmar que su diminuto abdomen se movía, sus ojos cerrados y la quietud ante la gente que caminaba por la acera y en la calle (estaba habilitada para hacer deporte, gente montado bicicleta, patinando, paseando a sus perros, grandes y activos, entusiastas por salir al recorrido de los domingos), me conmovieron, no más de lo que me conmoví la primera vez ante la soledad. Saqué de mi morral una bolsa con el alimento y le puse un poco en el piso cerca a su hocico, al acercarme me di cuenta que era una perrita, también pude ver varias moscas que habían encontrado aposento en su muslo cerca a la columna. Apenas abrió los ojos y miró el alimento. No se movió, quizás no pudo ni podrá. Un padre pasó con su hijo, la miraron y en una frase expresaron su lástima, siguieron caminando. No supe qué más hacer. Caminé deseando justicia para los animales y respeto, pensando que muy pronto ella no estará entre los vivos y quizás sufra menos que aquello que está tierra y los hombres pudieron ofrecerle. Observé los perros con collares y sus ‘dueños’ que los llevaban, otros cuantos eran acariciados. Le pasé el resto del alimento a un señor que estaba en el piso rodeado de sus dos perros, compañeros tal vez de la perrita de la esquina los tres, habitantes de la calle. 
Tal vez ante la quietud de su cuerpo y el mundo mañana habrá muerto. Algún personal de limpieza de esta ciudad que emana mugre en cantidades alarmantes la encontrará en la madrugada y se entenderá a sí misma en la manera como deshacerse del cuerpo ya en tranquilidad por no estar entre nosotros.